Por Aarón Colecchio
Cuando se habla de coparticipación o de impuesto a las
ganancias, de retenciones móviles o de la deuda pública, más allá de los
cuestionamientos de los afectados o la justeza de los institutos, se está
hablando de la forma en que se financia el Estado.
En todas las economías, en todos los países, el Estado se
sostiene mediante tributos, préstamos y recursos propios.
Como mecanismo de financiamiento, el sistema tributario es
perdurable, pero su contenido, contingente: se adecúa históricamente a las transformaciones
del Estado.
Esta transformación, y su consiguiente impacto en el sistema
tributario, está determinada por las variaciones del sistema económico, que
condiciona y genera conflictos entre las distintas capas de la sociedad en el
seno del sistema político.
Tan es así que en Argentina, luego de la crisis de 1929,
comenzó un proceso de fortalecimiento del Estado Nacional basado en la búsqueda
de centralizar las acciones contra la crisis, terminando por aplicar un
antecedente de lo que sería el régimen de coparticipación.
Con el tiempo, la complejización del sistema económico forjó
un Estado centralizado a la vez que fue ampliando el espectro de intereses en
disputa. Es así que la configuración del poder político en sus distintas
órbitas termina modelando la distribución de los recursos públicos.
Por eso el monto de la recaudación impositiva no es
enteramente del fisco nacional, y tampoco es el final que se divide con las
provincias. En Argentina rige actualmente un sistema muy intrincado de recaudación
y distribución de impuestos que se denomina “coparticipación federal”, por el
cual ciertos impuestos vienen a ser coparticipables y de su recaudación global
se establece una asignación porcentual a cada jurisdicción.
La coparticipación vigente viene de 1987, ya que la ley 23.548 en su artículo 15 establece la
prórroga automática ante la inexistencia de un régimen que la sustituya.
Sin embargo, dado que una modificación del sistema impuesto
por esa ley requiere una encarnizada negociación (entre las provincias y con la
nación) y cualquier cambio puede empeorar la situación de alguna parte, hoy en
día no hay una unidad normativa que regule sistemáticamente la coparticipación,
sino que muchas veces las mismas leyes que crean, modifican o prorrogan
impuestos determinan porcentajes de participación específicos.
De este modo los actores implicados evitan el esfuerzo
político y los riesgos económicos de cuestionar el régimen en su conjunto y
encuentran un terreno manejable para resolver las disputas de financiamiento,
como pueden serlo las negociaciones para aprobar un tributo específico.
No podría entenderse un régimen de coparticipación si no
hubiera un sistema federal de gobierno.
Por este sistema nuestra Constitución desde antiguo reconoce
ciertas diferenciaciones del poder tributario. Muy sencillamente, reserva
exclusivamente al gobierno federal la legislación en materia aduanera, y de manera
concurrente con las provincias el establecimiento de los impuestos indirectos
(aquellos que no recaen sobre un sujeto determinado). Las provincias, en
cambio, conservan el poder de establecer los tributos directos, como el
impuesto a los inmuebles, que vienen a gravar a personas determinadas.
La excepción, prevista en la misma Constitución, permite al
Congreso Nacional establecer impuestos directos
en ciertas situaciones. Por esta habilitación, muchos son los impuestos que
correspondían a las provincias y que se han instaurado a nivel nacional, aunque
acordándoles pautas correspondientes, como en el Impuesto a las Ganancias.
Se plantea a las fórmulas distributivas como el gran
problema de la coparticipación, mientras que en la realidad, la coparticipación es
estructuralmente conflictiva. Los gobiernos
locales se quedan sin capacidades contributivas para gravar, a la vez que deben
evitar imponer hasta sobrepasar el límite de confiscatoriedad que el sistema
obliga a respetar.
La coparticipación en sí es un mecanismo de centralización.
Parece haber un manto de olvido en este aspecto. Porque cuando se discute el
federalismo, el carácter previo de las provincias a la Nación, sus potestades y
su autonomía, no se le da significación a los poderes fácticos que mantienen.
La participación de las transferencias nacionales en los
ingresos totales de las provincias es muy significativa no solo por el régimen
de coparticipación, sino también porque los gobiernos locales sostienen a los
sectores económicamente acomodados en sus territorios.
De este modo, los impuestos que más colaboran en la
recaudación de las provincias es el de ingresos brutos y el impuesto a los
sellos, que se destacan por estar íntimamente vinculados al nivel de actividad
corriente.
Por otro lado, el impuesto automotor y el impuesto a la
tierra en todas sus variantes, demuestran quedar relegados en su significación
dentro de las arcas públicas.
En un informe de Alejandro López Accotto, Martín Mangas y
Carlos Martínez (de la Universidad de Gral. Sarmiento) se explica que el
aumento de la recaudación de las provincias en el periodo 2000-2011 no se
corresponde con el que tuvo la Nación en el mismo periodo. Avanzan, sosteniendo
que no solo fue mucho menor, sino que se basa en los impuestos indirectos y
regresivos antes mencionados (ingresos brutos y sellos).
Tibias reformas de los gobiernos provinciales, como la de
Buenos Aires antes y la de Santa Fe hace pocas semanas, demuestran que la
política local no asume esta realidad como un problema.
Es que no sólo se trata de distribuir los ingresos, sino
también los costos políticos de cobrarle a quienes constituyen la base
territorial del propio poder político.
Aarón Colecchio
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